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La gruta. Una ópera en dos actos (The Grotto. An Opera in Two Acts), Clotilde Jiménez’s subversive version of an opera told the story of a child in rural Central Mexico. In the 18th century, opera became, according to theorist Jacques Attali, the quintessential aesthetic form of a then growing bourgeoisie: a spectacle of dialogue and politics, a mask that hid a new hierarchical order based on accumulation and alienation. Although it underscored opera’s traditional engagement with national folklore, Jiménez’s rendition of an opera deployed documentary footage to eschew the grandeur of the genre.
On opening night, a large crowd filed into a makeshift auditorium in the Museo Jumex’s main gallery. Hung in front of a heavy red curtain were three screens (the largest flanked by two smaller ones) onto which a film was projected. With musical accompaniment by a cellist, the film began with grainy black and white vignettes, introducing us to Leopoldo, the young protagonist hiding in a field of sugarcane. The film then presented other disconnected scenes, this time in color – a group of teenagers playfully recording each other with an old handheld camera, a large family feast in a modest patio. A group of children, including Leopoldo, left the party to play in the river. While his friends merrily splashed about in the water, Leopoldo stared intensely into the camera, remaining on the shore to play with rocks instead. To spliced footage of rushing water, we heard a chorus chanting forebodingly in Nahuatl and then in Spanish: “ce, ome, ei, nahui, macuilli (one, two, three, four, five) … come Leopoldo, follow us”, signaling the arrival of chaneques.
In Nahua folklore, chaneques are shape-shifting beings who inhabit wooded areas, watching over the water, trees, and other living creatures. Despite their guardianship, they are also believed to play tricks on humans, and even kidnap children who wander off alone in forests. When I was little, my grandmother would tell me similar stories about chaneques and admonish me to sleep wearing a sock turned inside-out to ward them off. In Jiménez’s film, Leopoldo, separated from his group of friends, is targeted by the chaneques. He suddenly becomes invisible to his friends, who cry out frantically that he is lost.
During the film’s interlude, a pair of dancers, the only other live performers besides the cellist, performed a bewitching dance meant to lure Leopoldo into their titular grotto. Dressed to resemble chaneques, though visually more reminiscent of Pacific Islander ceremonial dress, one of the dancers wore a floor-length tunic of white fiber, and the other a sarong of noisily bristling dried palm leaves. Both donned scary wooden masks. After their dance, Leopoldo was trapped in the chaneques’ grotto, unable to be located by his fellow villagers, who held a mournful, candle-lit ritual by the river where he was last seen.
The second act of the opera began with a time jump. Leopoldo, still a child, returned to his village to learn that his family and friends had either aged or passed on. He lamented: “a moment with them became my eternity.” A disembodied voice in the soundtrack accused him of being “touched by the rulers of the forest,” the chaneques. The voice deemed that Leopoldo was cursed and had to be cast out. In a heart-wrenching sequence, Leopoldo, still a boy, left on a truck carrying other young men from his village.
In the next scene, which displayed an American flag blowing in the wind, it is inferred that Leopoldo had relocated to the United States of America. In a letter addressed to his mother, he expressed his wish to see her again. He didn’t feel at home in his new environment. The film ended abruptly with a soprano’s prayer to Chalchiuhtlicue, the Aztec goddess of water and birth. The dancers reappeared to accompany this soundtrack. This time, their faces were covered in diaphanous white fabric, like Magritte’s lovers. They swayed in circles and knelt with their arms stretched to the heavens, as if pleading for Leopoldo’s solace, before finally touching their foreheads to the ground.
Jiménez’s opera was moving and ambitious, but unfocused. His most scandalous subversion of the operatic genre was to forgo live singing – the soundscape of his production was entirely recorded – though this aesthetic decision did not discernibly contribute to the work’s aesthetic resolution. Jiménez’s opera was not quite an opera, a ballet, a film, or a documentary. Perhaps if scaled up – on a movie screen, with a larger dance troupe, and more complete scenography – the production might have lived up to its potential grandeur. In its current iteration, Jiménez’s opera felt inchoate, as slippery as the supernatural creatures it sought to depict.
Spanish translation
La gruta. Una ópera en dos actos, es una ópera trastocada, creada por el artista Clotilde Jiménez, que narra los sucesos extraordinarios que atraviesan la vida de un niño en un pueblo del Centro de México. Según el teórico francés Jacques Attali, en el momento en que la ópera se consolidaba en el s. XVIII, ella era la “forma [estética] suprema [de] la burguesía, de la representación de su orden y de la puesta en escena de lo político,” cuyo objetivo era el de ocultar el orden jerárquico reinante, fundamentado en la alienación y la acumulación. Aunque la ópera de Jiménez sí refiere a la obsesión de la ópera con el folclór nacionalista, la suya la embarra con una textura documental que rompe con la fastuosidad y los objetivos originales del género.
El día de la premiere, una gran multitud avanzó en una fila para entrar a un auditorio improvisado en la galería principal del Museo Jumex. Allí colgaban, frente a cortinas rojas, tres pantallas (una grande flanqueada por dos más pequeñas) sobre las que se proyectó un filme. Con el acompañamiento en vivo de un chelo, el filme comenzó con viñetas en blanco y negro de Leopoldo, el joven protagonista, escondiéndose en un cañaveral. Le siguieron más escenas desconexas, ahora en color — un grupo de adolescentes riendo y grabándose una a la otra con una cámara VHS, una gran comilona familiar en un modesto patio. Un grupo de niños, incluído Leopoldo, se apartaron para ir a jugar al río. Mientras los demás chapoteaban felices en el agua, él miraba con intensidad a la cámara, jugando solo en la orilla con piedras y lodo. Sobre escenas de agua chorreante, un coro cantaba ominosamente, primero en náhuatl y luego en español: “ce, ome, ei, nahui, macuilli (uno, dos, tres, cuatro, cinco) … ven Lepoldo, síguenos”, presagiando la aparición de los chaneques.
En el folclor nahua, los chaneques son seres cambiantes que habitan en áreas boscosas, guardianes del agua, los árboles y otros entes vivos. También son conocidos por hacerles trucos y travesuras a los humanos, incluso raptando niños que se apartan demasiado en el bosque. Cuando era niña, mi abuela me contaba historias de chaneques, y me decía que durmiera con un calcetín al revés para ahuyentarlos. En el filme de Jiménez, Leopoldo, separado del resto de sus amigos, se convirtió en el blanco perfecto de las criaturas: de un momento a otro ya no aparece y ellos lloran temerosos, se había perdido.
Durante el interludio, un par de bailarines — los únicos actores en vivo, además de la chelista — interpretaron una danza hechizante, tentando a Leopoldo para que se acercara más a la gruta del título. Vestidos como una posible versión de los chaneques —aunque más parecidos a la indumentaria ceremonial de algunas Islas del Pacífico—, uno de ellos llevaba una túnica larga, hecha de una fibra natural blanca y peluda; el otro una suerte de sarong hecho de hojas de palma seca que cascabeleaba acompañando sus movimientos. Ambos tenían siniestras máscaras de madera. Después de su baile, Leopoldo estaba atrapado en la dimensión de los chaneques, sus vecinos y familiares lo buscaban y llegaron al río donde lo vieron por última vez con rostros afligidos y con velas en las manos, un coro le aconsejaba seguir al río, a Dios.
El segundo acto comenzaba con un salto en el tiempo. Leopoldo, aun niño, regresaba a su pueblo para darse cuenta de que su familia y amigos habían envejecido, algunos habían fallecido. Él se lamentaba: “un momento cerca de ellos / se hizo eterno en mí”. En la pista musical, una voz lo acusaba de haber sido “tocado por los dueños del monte”, por los chaneques. La voz le achacaba estar maldito, debía ser exiliado. En una secuencia especialmente desoladora, Leopoldo se alejó de su pueblo en la caja de una camioneta de redilas que transportaba a otros jóvenes.
En la siguiente escena, que abría con una bandera estadounidense ondeando en el viento, se infiere que Leopoldo se ha trasladado hasta ese país. En una carta dirigida a su madre, le expresaba su deseo de volverla a ver, lo extraño que se sentía en su nuevo entorno. De ahí, el filme concluyó abruptamente con una soprano ofreciéndole una plegaria a Chalchiuhtlicue, la diosa azteca del agua y de los nacimientos. Los bailarines reaparecieron para acompañar su voz, ahora con rostros cubiertos con tela blanca y diáfana, como los amantes de Magritte. Agitaban sus caderas en círculos y se arrodillaban con los brazos extendidos al cielo, suplicando por el alivio de las penas de Leopoldo, terminando con sus frentes apoyadas en el suelo.
La ópera de Jiménez era sin duda conmovedora, también ambiciosa — y quizás por eso desconcentrada, merodeante. Su subversión más escandalosa del género fue la ausencia de cantantes en vivo — la arquitectura musical que estructuraba la narrativa estaba completamente des-personificada, pre-grabada salvo por el chelo — aunque no era claro de qué forma esa decisión avanzaba la resolución estética de la obra. La ópera de Jiménez no se podría definir entonces como una ópera per se, tampoco como un ballet, o como un filme o un documental. Quizás presentado en una escala distinta —en una pantalla de cine, con un grupo de bailarines más grande, o con escenografía más elaborada— la producción podría encarnar más de su potencial. En su versión actual, la ópera de Jiménez se sintió incipiente, tan elusiva como las criaturas sobrenaturales que buscaba representar.